Desde la ventana de su casa en la ladera de un cerro en Rada Tilly, Diego Cabanas ve cómo respiran a lo lejos las ballenas Sei en este paraíso de la Patagonia. Pueden estar a tres kilómetros, pero las gotas de mar que lanzan hacia arriba la potencia de los soplidos son inconfundibles, como si el sol iluminara columnas de vapor que resplandecen a lo lejos en el Atlántico y segundos después se desvanecen para reaparecer enseguida unos metros más adelante en el horizonte azul detrás de la playa.

Aquí, en el sur de Chubut, casi en el límite con Santa Cruz, acaba de pasar un equipo de National Geographic en busca de estos enormes cetáceos que pueden medir 18 metros de largo y pesar más de 20 toneladas. La cacería descontrolada los puso al borde de la de extinción, pero casi 100 años después volvieron a ser vistos en el Golfo San Jorge: estaban de nuevo en casa.

Una ballena sei cerca de una embarcación en el golfo San Jorge, donde científicos de la Patagonia y documentalistas de National Geographic trabajaron durante 20 días. Foto: Diego Cabanas

Un arpón ballenero abandonado en la arena es el mejor indicio del motivo de la larga ausencia. La prolija reconstrucción histórica de la bióloga Marina Riera, la mejor evidencia de esa industria cruel que las hizo desaparecer en 1929 para convertir su grasa en combustible que iluminara los pueblos incipientes.

Había una fábrica en el paraje La Lobería, en la costa de Santa Cruz, 30 km al sur del límite con Chubut. Trabajaron 80 noruegos hasta que no quedaron más ballenas. Hoy, mientras las gigantes del océanos regresan, solo quedan vestigios abandonados en ese galpón fantasmal a la vera de la ruta 3.
Las ballenas sei son estilizadas y veloces, pueden medir 18 metros y pesar más de 20 toneladas. Foto: Diego Cabanas

«Venite, volvieron las ballenas sei»

«Venite, no los vas a poder creer: volvieron las sei» -le dijo un día del otoño del 2011 Alberto Loizaga a Diego. Y Diego fue al mirador del Área Natural Protegida Punta Marques, con el mismo amor por la naturaleza que su amigo y anfitrión, el mismo entusiasmo que esos agentes municipales tan comprometidos con su trabajo. Llevó su cámara. Y un lente de mucho menor alcance que el que tiene ahora, pero se veían. Así empezó todo.

Desde entonces se las puede contemplar desde diciembre a junio desde el mirador a 167 metros de altura, en esa meseta salida de un sueño con una punta que se interna 2,5 kilómetros en el océano a 17 km de Comodoro Rivadavia. Esa ciudad gigante, de más de 300 mil habitantes acostumbrados a mirar hacia el oeste y los pozos petroleros, que linda con la pequeña Rada Tilly de unos 15.000 habitantes. Allí donde los autos frenan para que pasen los peatones y los bocinazos son solo para saludar, donde los chicos van en bici a la plaza con la pelota como en los viejos buenos tiempos.